domingo, 8 de enero de 2012

Roma

Sedientos y desmoralizados, nuestra anfitriona nos hace sentar en las sillas de hierro colado de este jardín a orillas del Tíber que huele a hojas verdes y a fruta todavía inmadura que el sol excesivo de este julio romano de 1892 está a punto de arrebatar. Es la esposa del director de la Academia quien nos sirve: del interior de la casa en penumbra aparece su figura alta, en sus manos una bandeja de plata soporta una jarra y varias copas de cristal veneciano que al salir al exterior reflejan la luz de la tarde en los tritones de mármol de la fuente lateral, en la superficie del agua, reflejos sobre los reflejos que genera la fuente. El leve movimiento de su cintura se traduce en un oleaje como de mercurio en el contenido de la jarra que ahora ya ha dejado sobre la mesa. Nunca habíamos probado un agua semejante, toda la fatiga del día se da por buena: el cristal de las copas es tan delgado como una oblea: beber es comulgar líquido. El agua está tan fría que parece imposible que no se haya solidificado en un bloque de hielo duro como una piedra reventando el cristal de la jarra en mil pedazos. Gélida como la losa que soporta un río de alta montaña, esta frialdad nos hace sentir en la lengua que el agua es un mineral. La señora ha hecho del agua un homenaje a la pintura: en cada copa ha colocado una breva, como en el cuadro de El aguador de Sevilla; igual que sucede ante el cuadro, al principio no vimos la fruta: es el paladar el que desde los recuerdos de la niñez ha guiado nuestros ojos hasta la sombra central de estas campanas vítreas. Por el sabor hemos visto.   










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