domingo, 9 de octubre de 2011

Campos de batalla

Al acabar la escuela íbamos al bunker. El antiguo campo de batalla se había convertido en una viña familiar mal atendida, tras una valla de alambre de espino. Nos colábamos por un badén desprotegido y desde la tronera de la ametralladora tirábamos piedras a las lagartijas. Hacíamos ruido con la boca imitando el sonido de las armas de fuego, disparábamos hacia el pueblo, volábamos por los aires la torre de la iglesia con sus altavoces atados al campanario. Bombardeábamos nuestras propias casas y la plaza de toros: ya nadie podría disfrutar de los espectáculos cómico-taurinos de primavera, ni del boxeo infantil de las vacaciones de verano, ya no podrían levantar el cuadrilátero para el Cachorro de La Paramera.
Después íbamos hasta el puente de hierro. Tocado durante la Guerra, en los sesenta remendaron con placas de acero su estructura, pero al acercarse el tren inaugural saltaron los remaches del arreglo y el puente volvió a su letargo. La cinta con los colores nacionales quedó sin cortar, movida por el viento. El puente parecía el brazo de Lázaro con las vendas flojas rozando el agua. Desde lo alto del puente se veía la caseta de la báscula municipal y su plataforma que apenas descendía cuando colocaban sobre ella los camiones con las jaulas de los cerdos. Saltábamos desde el puente hasta la superficie del río, la rompíamos y tocábamos el limo antes de volver a respirar. Nos tumbábamos en la orilla a secarnos al sol, tendíamos la ropa en los postes de cemento de las defensas anticarro cubiertas de musgo, oíamos ladrar al perro de la armería, le imaginábamos con las patas delanteras apoyadas en el antiguo polvorín, con las orejas tiesas como un dibujo de Walt Disney.A lo lejos se oía una carabina de aire comprimido: mi hermano estaba disparando contra los peces atrapados en los charcos de la presa de El Burguillo. Los peces muertos quedaban flotando como zapatos.